Nada importa ya
Camina descalza, la verde hierba acaricia sus pies. La lluvia cae dulcemente, pegándole el vestido a la piel, pero a ella no le importa. No le importa porque ella ya ha perdido lo que más quería en la vida, lo que realmente le daba importancia a todo lo demás.
Los recuerdos no se han reprimido. No ha habido tiempo aún. Los recuerdos todavía son vividos mientras el rojo en su rostro se va limpiando con la lluvia.
Las voces se superponen, las imágenes se agolpan, y sus ojos se ahogan cuando vuelve a llorar, mezclando sus penas con el agua que cae.
... Te quiero... ¡NO!... amor, noCÁLLATEpor qué... No... Te quiero...
Las lágrimas siguen resbalándo por su cara, precipitándose sobre su pecho, estrellándose contra el suelo. La memoria vuelve a torturarla, esta vez con más calma, con más orden.
Va abrazada de su amor. No están casados, a pesar de que llevan años juntos. Eso provoca que los vecinos y las amistades les miren mal, pero a ellos no les importa. Se aman, y eso les basta, no necesitan ninguna celebración que lo confirme.
— Te quiero...
— Yo también te quiero, mi cielo... —y eso les es suficiente.
Pero no todo es felicidad en el mundo. De hecho, desgraciadamente, poco lo es. Teniendo en cuenta los porcentajes, cabría decir más correctamente que no todo es tristeza en el mundo, que aunque no lo parezca, también hay felicidad. Claro que ese pensamiento no se encontraba en ninguno de ambos, ya que el amor tiene entre otras propiedades curativas, la felicidad. La ciega felicidad.
Pero la vida no es justa, y es capaz de darte la felicidad suprema solo por luego enviar a un sicario para que te despierte del un plumazo.
Un sicario, o varios.
La nieve hace que el suelo esté mullido. Se encaminan a una zona de campo, dejando atrás la ciudad de paredes grises del humo de las fábricas. Solo están ellos dos, nadie más que vea, nadie más que oiga, un disparo que surca el aire, silvando cerca de su oreja.
Él, instintivamente se gira y se coloca frente a ella, para protegerla.
— ¿Qué coño haces? ¿Te crees que puedes parar las balas o qué? —la ira se nota en el obrero que sujeta el arma. Otro obrero, más joven, mira a todos lados, preocupado por que les vayan a ver. A nadie le gusta la carcel.
— No te atrevas a tocarla un pelo...
Una risilla sale con malicia de entre los labios del obrero.
— Jujuju... Tranquilo, es a tí a quien quiero.
¡Bang!
La sangre de su amor la salpica en la cara, mientras él cae desplomado en el suelo, tiñendo de rojo la blanca nieve.
— Bueno, y ahora que nos hemos librado de ese capullo, dame todo lo de valor que tengas.
Ella no responde, no sabe qué hacer, no sabe qué decir. Solo tiene suficiente consciencia del mundo como para acordarse de respirar y sentir que la sangre le quema en la cara.
— Esta zorra no me hace caso, Dios... — la tira de un empujón al suelo y rápidamente la despoja de sus ropas de abrigo y sus zapatos — Con esto tengo suficiente para no pasar frío.
— ¡Vamonos... nos va a ver alguien!
— ¡CÁLLATE! No hay nadie.
— ¡Ni siquiera te importa!, ¿verdad? ¡Yo no quiero acabar entre rejas!
— ¡Bah! Eres un cobarde... Anda, tira, vámonos.
Se van, dejándola desolada, vestida únicamente con su fino vestido, cuyas transparencias apenas la diferencian de estar desnuda. Pero a ella no le importa.
Repentinamente, despierta del shock, como quien despierta de un coma, no sabiendo qué ha pasado.
Se acerca a su amor.
— ¡NO!... No... no, amor... por qué...
Llora, y llora.
Hasta que acaba la noche y llega el alba, y sus lágrimas ya se han secado. Ahora ella está más muerta que él. Su espiritu ya ha hecho compañía al de su amado, y ella se limita a caminar sin pensar. No mira hacia atrás, ni tampoco hacia adelante. Simplemente, va avanzando con la mirada perdida.
Camina descalza, la verde hierba acaricia sus pies. La lluvia cae dulcemente, pegándole el vestido a la piel, pero a ella no le importa. No le importa porque ella ya ha perdido lo que más quería en la vida, lo que realmente le daba importancia a todo lo demás.